lunes, octubre 02, 2006

Desde el Hades

Hacia ya varios años que me había retirado a las afueras de la ciudad, en busca de soledad. Esta decisión, que para mis amigos era tan extraña, tenía un motivo. Y ese motivo era terrible. Durante mis años de juventud, había conocido yo a una hermosa dama. Ella vivía en la misma calle que yo, y nos cruzábamos con frecuencia. La primera vez que la vi, me dirigía hacia la redacción del diario donde había conseguido un puesto como ayudante. Quedé totalmente deslumbrado, y no pude más que observarla con estupor y torpeza en el semblante. Al pasar ella a mi lado, me sonrió benignamente. Jamás podré quitarme esa sonrisa de las retinas. Ángel alguno hubo ni hay, que pudiese alardear de belleza tal como la que ella poseía, y no solo poseía, que sino irradiaba.
Los vaivenes de la vida me pasearon por distintos empleos, todos desdichados y mal pagos, hasta que encontré un buen trabajo en el centro, como asistente de laboratorio de un químico. Realmente no se por que caí en tal lugar, dado que mi experiencia estaba centrada en todo lo relacionado con la redacción. Tal vez por este motivo fue que me asignó la tarea de redactar los informes de sus trabajos.
Así y todo, me la seguía cruzando varias veces a la semana. Yo la saludaba con una sonrisa, que ella devolvía con ademán gentil. Todas las veces me prometía que en la próxima le diría algo. Entre dilaciones de este estilo pasó mucho tiempo hasta que finalmente tomé la decisión.
Era una fría tarde de invierno, y las calles, blanquecinas por el fino hielo, reflejaban con cruel intensidad la luz del sol. La vi entonces venir a lo lejos y decidí que era ese momento o nunca más.
No os aburriré con los detalles. Lo importante es que al siguiente día salimos y tiempo después nos casamos. La pasión y el amor supieron nacer como pocas veces entre nosotros dos.
Mi empleo nos permitía tener un muy buen pasar, y yo me desvivía por asegurarme de que ella tuviese todo lo que la complaciera. Ella, a su vez, gratificaba mi existencia con su presencia, con su forma de ser. Manifestaba una real devoción hacia mí, que se notaba tanto en los detalles, como en ella misma.
Cada vez que su imagen invadía mis retinas, era como un regalo sagrado, como una bendición.
Así, con una inusual felicidad pasamos varios años, hasta que el principio del final comenzó a ser escrito por los malvados que digitan el destino.
Un extraño mal atacó severamente a mi esposa. Trances de completa inmovilidad se adueñaban de ella durante horas, días incluso. Los síntomas al principio eran parecidos a un estado depresivo muy severo, de apatía total. Con el tiempo se hacían más severos y mutaban en cada ataque a nuevas formas que llegaban hasta extremos de total catalepsia. Yo observaba impotente como ella cada día estaba más deteriorada, como su semblante se demacraba cada vez más y la debilidad progresiva hacia estragos con ella.
Estos trances se intercalaban con episodios de fiebre altísima, de terrible dolor, de alucinaciones, que de solo oírlas, me generaban terror inexplicable.
Esta enfermedad burló a los más destacados médicos. Yo observaba desesperado como los más ilustres profesionales intentaban con todo tipo de diagnósticos, y tratamientos completamente inútiles. Así transcurrieron cinco torturantes años, hasta que un día, el más severo ataque de catalepsia la atacó. Gritos de horror al principio, delirios terribles.
El Doctor Elliot acudió con prisa ante mi desesperado pedido, esa misma tarde. Nada pudo hacer él más que acompañarme. Para cuando caía la noche, ella estaba completamente inmóvil, rígida. Las horas se convirtieron en días, y el Doctor se convirtió en residente permanente de la casa, mas por mi que por ella. Realmente el doctor brindó un apoyo más allá de su deber profesional.
Sin embargo, nada podía hacerse. Una tarde, durante el segundo día consecutivo que duraba el ataque, estábamos conversando en la sala, cuando un tenue pero profundo gemido se escuchó desde la escalera. Estaba ella en el segundo peldaño cuando susurró con triste modo:
- Me voy, amor- y cayó al suelo. Corrimos a auxiliarla pero ya era demasiado tarde. El doctor hizo lo que pudo, pero digo que ya nada podía hacerse.

La tarde siguiente la casa se llenó de conocidos y amigos, y así transcurrió la triste ceremonia del velorio.
Decidí inhumarla en la cripta familiar (hasta entonces vacía) que había en los terrenos exteriores de la casa. Era una casa antiquísima, que había heredado hacia poco de parte de un lejano pariente que no conocía. Hasta entonces, la cripta no se había usado. Inexplicablemente él había dicho en su lecho de muerte que deseaba ser sepultado en el cementerio de la ciudad.
Yo decidí que ella estaría bien ahí, cerca de mi.
Con gran pena pasaron los días siguientes. Una noche, meses después, me atacó su imagen en sueños. Ella dentro de la cripta, saliendo del ataúd llena de magulladuras. La desesperación y los golpes en vano intento de abrir la cripta.
Entonces desperté, y comprendí, o intuí, una terrible verdad.
Corrí desolado en la lluviosa noche por los terrenos de la casa, hasta llegar a la lúgubre cripta. Abrí con gran esfuerzo la puerta, y cayó ella sobre mí, con horrendas lastimaduras en las manos, y con un pavoroso estado de descomposición.
Jamás logré reponerme.
Dedicaba mis horas a profundas reflexiones acerca de la muerte.
Decidí entonces que debía mudarme a las afueras, lejos, a algún lugar apartado donde pudiera pasar el resto de mis días en perpetua contemplación.
De esa manera pasaron muchísimos años, sin interrupciones, sin nada. Hasta aquella noche fría. Una noche idéntica a aquella donde descubrí que el amor mío había sido sepultado mientras todavía latía.
En la oscuridad de la habitación podía vislumbrar el contorno de mis maltrechos muebles. Esa fue la primera imagen que tuve el despertar esa vez, a esas horas tan insólitas.
Todavía la benigna estrella no asomaba los tímidos resplandores de la mañana.
El coro doliente de pálidos astros seguía titilando indescifrables mensajes en los arcanos códigos del universo, cuando la vigilia se apoderó de mi ser todo, con propósitos tan secretos como el mensaje de las estrellas.
Los grandes ventanales de mi cuarto mostraban la estática escena del exterior, muerta, desolada. Los árboles, quietos, retrataban un pétreo cuadro mezcla de solemnidad y firmeza.
La terrible oscuridad era apenas vencida por los fulgores lunares, aunque entera y majestuosa, la luna daba toda su potencia para penetrar la tiniebla.
Como una terrible premonición, esa escena me llenaba de un indescriptible sentimiento, vagamente comparable con la angustia, o hasta la desesperación.
La paz que reinaba en los sórdidos páramos que rodeaban la amplia mansión, era una calma tenue, como el velo mortuorio que nos cubre, velando la expresión última, aquella llena de nada.
Seguía yo observando la triste escena, mientras infinidad de fatídicos pensamientos se arremolinaban dentro de mi alma. Un malestar terrible invadió mi espíritu gradualmente, lentamente. Minutos después, me sorprendí catatónico, mirando con terror el bosque muerto.
Podía yo sentir como la muerte omnipresente reinaba en ese lugar. Me volví entonces hacia el interior de mi amplia sala, y observé desorientado, casi como si fuese la primera vez, el viejo estilo que dominaba lo que por tantos años había sido mi lugar de descanso.
Casi con terror contemplé mis viejos muebles, los sillones de estilo antiguo, las imponentes bibliotecas de estilo gótico, y los vetustos volúmenes que en ellas reposaban.
La soledad había hecho estragos en esa sala, y en el exterior también.
Giré hacia otro de los ventanales, desde donde se veía un negro lago que reflejaba, gracia lunar mediante, la invertida imagen de los milenarios árboles.
Esta vez, una luminosidad difusa embebía el bosque. Una que no tenía nada que ver con la luna.
Las emanaciones gaseosas del lago cubrían la superficie, bañando todo lo que estaba cerca del suelo con un fulgor tenebroso.
El límpido cielo entonces comenzó a cerrarse, a nublarse rápidamente. Negros mantos de vapor condensado se postraban sobre todo lo viviente y todo lo inanimado. Magnánimos rayos y terribles estruendos lo herían todo en la tierra.
La congoja y la tristeza se apoderaron aun más de mi pobre alma. Mis nervios se destrozaban mas y mas con cada terrible trueno.
La muerte estaba cada vez mas presente en el desdichado bosque.
En el interior, las tinieblas acechaban furtivas, y paulatinamente todo lo demolían bajo el martillo vencedor de la oscuridad.
Todo estaba cada vez más negro y mortuorio.
La tormenta, implacable, destruía poco a poco las esperanzas que habitaban en el suelo, y los corazones heridos que moraban debajo, llenábanse de incurable desasosiego.
Entonces su imagen, terrible, fausta, se presento ante mis cavilaciones. No como en sus días de gloria, sino que presentóse ella tal cual la había visto por última vez. Putrefacta, herida.
Sus ojos repletos de nada, sus mortajas ensangrentadas y roídas por los vencedores gusanos.
El terror absoluto se apoderó de mi razón, mi espíritu y mi alma.
No podría haber diferenciado en ese momento si realmente estaba allí, presentándose como la venganza de un desolado espectro de un alma non salva, o si esa tenebrosa imagen era habitante oculto de mi mente tan perturbada por la muerte y la eterna desdicha.
Puedo ahora decir con alguna seguridad que estaba realmente allí, pero no como el fantasma de mi amada que habitaba en el limbo eterno de los sin descanso, sino como el fantasma suyo que habita en mis recuerdos.
No sé a través de qué terribles mecanismos ocultos, su imagen se transportó desde mi atormentada mente hacia el mundo real.
Me acerqué, perdiendo completo dominio de mis facultades mentales y físicas, hacia el putrefacto espectro.
La aparición estaba inmóvil, petrificada. Un halo de una luz fosfórea resplandecía a su alrededor.
No había ni un ápice de la hermosura y de la calidez pretéritas en ese marchito rostro.
Me arrojé a sus pies llorando con desconsuelo, reprochándome la terrible negligencia que había yo cometido. Conocía las características de su enfermedad. Tendría que haber tomado más precauciones, podría haberlo hecho. Pero no lo hice.
Entonces el espanto se apoderó de mis cavilaciones, cuando pensé, en mi demencia, que aquella negra y mortecina aparición, había llegado para vengarse, y con justo derecho, por los tormentos sufridos. La terrible experiencia de la sepultura en vida no es comparable a ningún otro suplicio que haya ni en la tierra ni en el Hades.
Entonces miré su rostro degradado por las bacterias y gusanos que habitan en todo lugar donde haya muerte, y reconocí la expresión del rencor infinito, del odio sin límites.
Me incorporé de un salto, y lleno de espanto y miedo, retrocedí. Y ella avanzó.
El fantasma se acercaba hacia mí con decisión. Yo caminaba hacia atrás. No había escape posible.
Quedé de espaldas contra mi gran ventanal, y ella, a unos pocos pasos de mi, comenzó a transformarse, a volver sobre sus años y sobre sus desdichas hasta ser la adorable belleza que había yo conocido en mis tiempos buenos.
Siguió avanzando, y yo me tranquilicé, pero no demasiado. Indudablemente algo no estaba bien con esto.
Quedamos muy cerca el uno del otro. Yo seguía contra el ventanal, y ella, apoyada sobre mi, susurró unas palabras ininteligibles. Algo andaba muy mal. Entonces, con un repentino evento, sus facciones volvieron a la horridez de antes y de un empujón me proyectó a través del vidrio del ventanal, precipitándome así hacia la muerte mas segura. Caí pesadamente, y me quedé observando el cielo.
En ningún momento perdí yo la consciencia. Al tratar de incorporarme, descubrí un entumecimiento total en mi cuerpo. Los criados corrieron hacia la tormenta, seguramente alertados por los horrendos ruidos, y se encontraron conmigo. No les podía hablar.
Me llevaron hacia adentro con esfuerzo, y llamaron al doctor.
Yo escuchaba lo que hablaban, tendido en el sofá, pero era lo único que podía hacer.
Varias horas después, un doctor llegó a la gran casa. Se sentó a mi lado y me revisó metódicamente.
Unos minutos después miró a los criados que estaban a mí alrededor, y negó tristemente con la cabeza. Yo quería gritar, moverme, más, esas acciones, estaban completamente vedadas para mí.
Con un movimiento solemne cerró mis parpados, y ya no pude volver a abrirlos, aunque me esforzaba en hacerlo como si en ese acto volcase yo toda mi alma.
Pasó el día siguiente y yo podía escuchar todos los preparativos para lo que sería mi velorio y entierro.
Dijeron que me sepultarían el la vieja cripta de aquella gran casa de la ciudad, junto a mi amada.
Sentía la gente caminar y hablar alrededor de mi. Sentía como me colocaban en el cajón, y luego, sentía los murmullos de amigos y familiares durante el velorio, Mas nada podía yo hacer.
Al día siguiente pasé por la terrible experiencia de escuchar los sonidos cuando cerraban definitivamente el cajón, y de poder saber que estaba en mi propia caravana fúnebre. El coche frenó, y pude sentir como con solemnidad y lentos pasos, me llevaban por los agrestes bosques de la deshabitada propiedad hacia aquella fatídica cripta.
Escuche la oración de un cura, y luego, poco a poco, cómo los sonidos se iban apagando, hasta que con ruidos desvencijados, se cerró definitivamente la puerta de la cripta.
Sabiendo que estaba dentro de mi cajón, se alternaban la desesperación y la inconsciencia, hasta que, luego de lo que a mi me parecieron siglos, intenté abrir los ojos, y pude hacerlo. Pude moverme, y gritar, pero era en vano. Durante horas golpeé con violencia el cajón, hasta que, presa de una fuerza sobrehumana, que me poseyó seguramente a causa del terror, logré romper la tapa. Salí de un salto del cajón, y apenas podían distinguirse las cosas que había allí dentro, gracias a una pequeña grieta en la pared que dejaba entrar algunos rayos de luna.
Caminé por la cripta, hasta la puerta y la castigué con fuerza, con desolación.
Nada pude hacer. Tropecé de repente con algo metálico, que se cayó haciendo gran escándalo. Lo recogí, y palpando, pude entender que se trataba de una lampara de aceite que seguramente habían olvidado ahí. Busqué con desesperación por el suelo, hasta que encontré, casi por milagro, unos cerillos. Logré, luego de varios intentos, encender la lampara con el único cerillo que logre encender, el único que no había sido atacado por la humedad que suele cundir en las criptas.
Una luz amarillenta y cálida baño las terroríficas instalaciones mortuorias.
Pude ver, en el centro de la cripta mi cajón destrozado, y a su lado, otro cajón.
Me cerque para abrirlo, no sé por que.
Estaba vacío. Me desesperé. Levanté mi farol, y allí estaba ella, parada contra un rincón. Su expresión era la de un espectro, y sus ojos parecían los de un demonio que esta soñando.
Se acercó hacia mí con paso tenebroso. La lámpara iba mermando sus fulgores, y la oscuridad nacía de nuevo en la cripta. Ella se acercaba, con odio en el semblante, y yo comencé a gritar desesperado. La oscuridad se hizo total en la sala mortuoria, y el grito final se congelo en el universo. Me abandonaron el tiempo y el espacio y me hice eterno en los brazos de la noche infinita que reina en los territorios de las almas dolientes.
Ahora un coro de demonios se reúnen día a día a mi alrededor, y con cantos trémulos y desdichados, me recuerdan mi pena y mi desconsuelo.
Y así será hasta que el universo ya no sea.

2 Comments:

Blogger Blackwidow said...

Me alegro de que estes vivo???

3/10/06 14:59  
Anonymous Anónimo said...

Bellísimo. Muy bellamente escrito. Vida, amor, muerte, eternidad y tristeza, licuadas en agua oscura iluminada por la luna... no sabe rico pero es bello.

3/10/06 23:51  

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